Una agresión sexual, especialmente cuando el agresor es conocido de la víctima, es siempre más que el acceso forzado al cuerpo de una mujer. Más incluso que las lesiones físicas o psíquicas a largo plazo que ello puede producir. Desde el mismo instante en que la agresión sexual se perpetra, otra violencia se instala contra la víctima: la de la usurpación de la credibilidad; la violación no solo del cuerpo, sino también de la verdad. Y de este daño participa la sociedad en su conjunto.
De ahí que tantas mujeres experimenten el después de la violación como un tormento incluso mayor que la propia agresión. Es en ese después donde la sospecha se vuelve rutina para la víctima. La sociedad mide y juzga desde entonces cada una de sus palabras, su pasado sexual, todos sus actos: la sospechosa es ella. Y en la mayoría de casos es determinada culpable.
En círculos de amistades y familiares, a través de los medios de comunicación, en las instituciones de justicia, de salud, los cuestionamientos son la constante: ¿Por qué no tuvo más cuidado? ¿Por qué no gritó más fuerte? ¿Por qué no lo dijo antes? ¿Por qué confiaba tanto en él/ellos? ¿Finge porque ahora se arrepiente de haber incitado? ¿Denuncia por venganza? ¿Qué trata de conseguir? ¿Si ya le había ocurrido por qué volvió? Y un interminable etcétera.
Mientras la duda se cierne sobre ellas, la doble moral patriarcal trivializa e incluso erotiza las manifestaciones de la violencia sexual masculina.