Hermana yo te creo

Cada víctima atraviesa su propio laberinto: el caso de Ana

Cada víctima atraviesa su propio laberinto. Laberintos y telarañas en los que impera la soledad de las víctimas. En el caso de Ana, su laberinto fue ante todo institucional: su caso se perdió en los pasillos de una institución que se ha mostrado incapaz de sancionar a los violadores que no encajan en su guión. Así lo demuestran las cifras de agresiones sexuales frente a las de denuncias y finalmente de sentencias condenatorias.

En otros casos, el laberinto es mediático, ahí la destrucción de la imagen de las víctimas en muchos casos está asegurada, así como la difusión y refuerzo del prejuicio. Pero quizá la red más dolorosa en que quedan atrapadas es la del entorno cercano: familiares y amigos que se vuelven contra las víctimas o se ocultan tras el silencio cuando ellas denuncian públicamente a un agresor que hace parte del mismo círculo. Y, por supuesto, hay una enorme telaraña tejida en sociedad: ahí, a través de nuestro silencio cómplice e indiferencia, todos y todas somos de alguna manera artífices de la cultura de la violación.

Pero al romper el silencio, en algún punto de esas historias encontramos que todas estamos conectadas. Romper el silencio es también despojarse de la vergüenza y de la culpa impuestas; es encontrarse con otras y reconocerse en su dolor, su asco y su rabia. Lo que no se nombra, no existe. Por eso es fundamental romper el tabú y decirnos las unas a las otras: no estás sola. Yo te creo.

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Palabra de mujer. ¿Por qué decir NO no es suficiente?

«Te doy mi palabra» es una fórmula universal con la cual los hombres han certificado sus verdades y cerrado históricamente sus pactos. Parte de ser hombre ha sido la capacidad de dar la palabra y mantenerla. Los hombres detentan la palabra. La dan todos los días en los medios de comunicación, en la Academia y la ciencia, en la política y en los tribunales…

Sin embargo, hablar de palabra de mujer remite a un imaginario bien distinto. De ahí que ante las agresiones sexuales de aquello que primero se duda es de la palabra que se dio o no al agresor. Que las mujeres decimos no cuando queremos decir sí es una de las simplificaciones más difundidas en la pedagogía del desprestigio a la palabra dada por las mujeres. Decir que no es insuficiente porque la voz de las mujeres no sólo no es audible sino que carece de reconocimiento y de validez alguna para el agresor, que sólo entiende el lenguaje de sus pares.

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Creer a las víctimas. O no. El daño al proyecto de vida.

Socialmente predomina en el imaginario de la violación un victimario totalmente ajeno a la víctima. Un desconocido. Sin embargo, la realidad demuestra que las mujeres tienen muchas más posibilidades de ser agredidas sexualmente por alguien conocido y de su entorno de confianza: un familiar, un amigo, un profesor, un jefe, alguien a quien se admira o se quiere e incluso alguien por quien se siente algún tipo de atracción, pero a quien no se ha brindado consentimiento sexual.

Cuando el escenario es este último, se desata un torrente de prejuicios. Por ejemplo, sobre el consentimiento: ¿Dijo claramente “no” hasta el último momento? Sobre lo que se considera o no una violación: ¿Se usó la fuerza suficiente para someterla? Sobre la actuación inmediata de la víctima: ¿Se resistió lo suficiente? ¿Denunció y/o lo contó inmediatamente? Sobre la forma en la que actuó después: ¿Siguió con su vida sin más o se sumió en un profundo trauma? Y un larguísimo etcétera.

Las violaciones perpetradas por conocidos son planeadas en relación con la víctima y la oportunidad. Que el agresor sea conocido agrava las consecuencias y obstaculiza la denuncia por miedo a sufrir las represalias del entorno compartido. Mientras el agresor conocido se asegura para sí el desconcierto de la víctima e inactiva su capacidad de respuesta, ésta duda de sus percepciones y se refuerza la desconfianza hacia sí misma, incrementando con ello la tendencia a culparse por “no haber podido evitar” la agresión.

Creer o no a las mujeres puede marcar la diferencia en el camino hacia la resiliencia.

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Impunidad jurídica y social. ¿Quiénes determinan la realidad?

¿Qué ocurre cuando dos relatos sobre un hecho victimizante se excluyen el uno al otro? ¿Quién y cómo determina cuál es la verdad? La experiencia social dice que aquello considerado como verdad suele surgir de una creencia compartida: verdadero resulta aquello que es creído por un grupo, por una comunidad. Pero, a diferencia de, por ejemplo, las verdades religiosas o artísticas, cuya marca es la interpretación por fe o la subjetividad como sello, hay grupos o comunidades que tienen la responsabilidad de apuntar a verdades objetivas y neutrales: la comunidad jurídica o el conjunto de los medios de comunicación son algunas de ellas.

Sin embargo, la historia del Derecho y de los medios de comunicación, a la luz de la perspectiva de género, desvela que no sólo no han sido ni son neutrales, sino que se trata de instituciones profundamente sexistas y androcéntricas. La valoración realizada por las y los operadores jurídicos está basada en criterios como “las máximas de la experiencia”, “la sana crítica” o “la íntima convicción”, nada muy distinto de los criterios periodísticos, que –bajo la influencia de innumerables estereotipos y mandatos de género– premian una conducta sexual depredadora y aseguran el triunfo de la impunidad.

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