Cada víctima atraviesa su propio laberinto. Laberintos y telarañas en los que impera la soledad de las víctimas. En el caso de Ana, su laberinto fue ante todo institucional: su caso se perdió en los pasillos de una institución que se ha mostrado incapaz de sancionar a los violadores que no encajan en su guión. Así lo demuestran las cifras de agresiones sexuales frente a las de denuncias y finalmente de sentencias condenatorias.
En otros casos, el laberinto es mediático, ahí la destrucción de la imagen de las víctimas en muchos casos está asegurada, así como la difusión y refuerzo del prejuicio. Pero quizá la red más dolorosa en que quedan atrapadas es la del entorno cercano: familiares y amigos que se vuelven contra las víctimas o se ocultan tras el silencio cuando ellas denuncian públicamente a un agresor que hace parte del mismo círculo. Y, por supuesto, hay una enorme telaraña tejida en sociedad: ahí, a través de nuestro silencio cómplice e indiferencia, todos y todas somos de alguna manera artífices de la cultura de la violación.
Pero al romper el silencio, en algún punto de esas historias encontramos que todas estamos conectadas. Romper el silencio es también despojarse de la vergüenza y de la culpa impuestas; es encontrarse con otras y reconocerse en su dolor, su asco y su rabia. Lo que no se nombra, no existe. Por eso es fundamental romper el tabú y decirnos las unas a las otras: no estás sola. Yo te creo.