Socialmente predomina en el imaginario de la violación un victimario totalmente ajeno a la víctima. Un desconocido. Sin embargo, la realidad demuestra que las mujeres tienen muchas más posibilidades de ser agredidas sexualmente por alguien conocido y de su entorno de confianza: un familiar, un amigo, un profesor, un jefe, alguien a quien se admira o se quiere e incluso alguien por quien se siente algún tipo de atracción, pero a quien no se ha brindado consentimiento sexual.
Cuando el escenario es este último, se desata un torrente de prejuicios. Por ejemplo, sobre el consentimiento: ¿Dijo claramente “no” hasta el último momento? Sobre lo que se considera o no una violación: ¿Se usó la fuerza suficiente para someterla? Sobre la actuación inmediata de la víctima: ¿Se resistió lo suficiente? ¿Denunció y/o lo contó inmediatamente? Sobre la forma en la que actuó después: ¿Siguió con su vida sin más o se sumió en un profundo trauma? Y un larguísimo etcétera.
Las violaciones perpetradas por conocidos son planeadas en relación con la víctima y la oportunidad. Que el agresor sea conocido agrava las consecuencias y obstaculiza la denuncia por miedo a sufrir las represalias del entorno compartido. Mientras el agresor conocido se asegura para sí el desconcierto de la víctima e inactiva su capacidad de respuesta, ésta duda de sus percepciones y se refuerza la desconfianza hacia sí misma, incrementando con ello la tendencia a culparse por “no haber podido evitar” la agresión.
Creer o no a las mujeres puede marcar la diferencia en el camino hacia la resiliencia.